Carmen Amaya era una de esas bailaoras que nació para serlo. En el primer cuarto del siglo XX y con pocos años de edad, junto a su padre, comenzó lo que sería una larga y fructífera carrera que le llevaría a recorrer el país con algunas de las figuras más populares de la época. Al comienzo de la guerra civil su compañía se traslada a Portugal, más tarde cruza el charco y realiza giras por los países sudamericanos.
Pero hoy no voy a traer a Carmen al blog para hablar de su baile, si no de una anécdota a la que el pintor Eduardo Arroyo ha dedicado algunos de sus cuadros.
Recaló en New York estrenando su espectáculo en el Carnegie Hall. Su fama y el triunfo que había cosechado durante los años anteriores le permitieron alojarse en la Suite Imperial del hotel Waldorf Astoria. Un día mientras daba un paseo por las calles neoyorquinas, encontró una pescadería y compró unos cuantos kilos de sardinas, al llegar al hotel los miembros de la compañía y la propia bailaora utilizaron el somier de la cama como parrilla y unas mesitas, valoradas cada una alrededor de 900 $ de la época, como leña para asarlas. Algunos de los miembros de su compañía también cuentan que en las giras americanas en las que se movían por carretera, solían llevar alguna sartén y parar en cualquier paraje al lado de la carretera donde la bailaora preparaba una tortilla de patatas para comer, renegando de la típicia comida basura estadounidense que ya empezaba a generalizarse por aquella época.
Carmen Amaya asando sardinas en el Waldorf Astoria.
Eduardo Arroyo
Carmen Amaya fríe sardinas en el Waldorf Astoria.
Eduardo Arroyo
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